Todos los recuerdos y el mar
De
tesoros perdidos, de barcos hundidos, de que más se perdió en la guerra. De
cosas que tanto valían y ya no están. De todo eso, lo que está atado en
nuestros tobillos, que termina irremediablemente llevándonos hasta el fondo. De
que debería dejarlo atrás, de una vez y para siempre, de eso estaba pensando al
ver caer la moneda. Otra vez tirado a la suerte. De un lado está la memoria,
del otro lado el olvido. Es imposible que estén del mismo lado, como es
imposible que caigan los dos lados de la moneda a la misma vez. En el canto
está…. el “no quiero”, el “no puedo”, el “no me imagino de otra forma”. Así
ando un día tras otro. Lo único que quiero es estar en paz, y perder esas
monedas que me sacan de pobre de una vez y para siempre. Lo que se dice: sacarme
un peso de encima. Perderlas y no debajo de la cama precisamente. Que el
recuerdo o el olvido caiga de alguna vez y para siempre. Pero lo único que
puedo hacer es lo que hago. Jugar día a día mi destino a cara o cruz. Dejar
caer el recuerdo como las hojas que caen cuando les llega el tiempo. Parar de
buscar el olvido como ese anuncio de felicidad que viene publicado en el
diario. Pelos, tazas, frutas cosas que caen y se estrellan perdiéndose más allá
del tiempo. Cosas cubiertas por completo bajo el mar. Cuando las cosas se
rompen o se pierden para siempre, habría que ponerse contento, habría que
hacerse una fiesta. Así vienen estos días, uno tras otro, irremediablemente. Yo
andaba con la cabeza en otro tiempo cuando te crucé en la plaza, venía pensando
en mi actual ex. Esa que vino a llenar
mis días después de que vos los vaciaste. Y me di cuenta que en el corazón más
vacío de la tierra aún hay lugar para romper algo. Te paraste. Venías con tu
mochila cargada, preocupada, atareada, y feliz como siempre. Me miraste, me
diste un beso, me agarraste la mano. Me dejaste helado. Me convidaste una
galletita. No gracias. Me preguntaste para qué te había llamado hace un par de
días. Yo te inventé algo, no me acuerdo qué. Mentira. ¿Cómo no recordar? Pero
no te iba a decir que era porque te extrañaba, que era para decirte que aún no
te había olvidado, porque ya te lo había dicho. Prefería olvidarme de lo que
sentía, siempre es mucho más fácil. Recordar que uno no quiere olvidar. Ya más
de una vez te había llamado, más de una vez te había pedido encontrarnos una
vez más. ¿Cómo para qué? Para eso, para vernos. Recuerdo que lo primero que te
dije la primera vez que hablamos por teléfono antes de ser novios, antes de
conocernos incluso fue: ¿por qué no tentamos al destino y nos encontramos? Y
ahora te estaba pidiendo lo mismo, aunque no me animaba a proponértelo.
Prefería seguir perdido en esta ruta oscura y fría. Y entonces ¿para que querías
verme? pregunta ella con los ojos. Y yo contesto para nada, con los ojos
también, para nada, simplemente quería verte. Seguiste tu camino con tus
galletitas y yo con la amarga dulzura del encuentro. Y así pasan los días uno
detrás de otro como un gusano loco. El tiempo cura las heridas dicen pero ¿quién
cura al tiempo? A los dos días me llamaste, estaba contento hasta que me
contaste para qué. Para que mude mis cosas, esas que dejé cuando nos separamos
y que aún estaban en tu casa. Así es el
juego de la vida, sacar las cosas de un
sitio para llenar otro, hacer el vació como quien hace silencio, para que algún
otro pueda meter una palabra. Llego un poco antes para conversar, la casa no
está más linda. Llego con mi cámara digital, recién comprada. Hacía dos
semanas. La tecnología es maravillosa, ahora podemos sacar fotos y no gastar
dinero en revelarlas. La memoria lo hace todo, la bajamos a la computadora,
borramos la memoria y seguimos con cosas nuevas. Deberíamos aprender.
Deberíamos evolucionar a la era digital. Deberíamos ser como el espejo que
refleja solo lo que se le pone delante y lo que pasó, lo olvida. Te saco una
foto, te saco otra. Hablamos de las cajas, me haces un inventario de lo que me
llevo, me decís que me ayudas a llevarlas, que me acompañas en el camión. A
escondidas saco una foto de tu culo. Ese culo que conozco tanto. Ahora tengo un
nuevo punto de vista. El del chacrero que retorna después te tanto tiempo a ver
como se pusieron esos campos que antes aró con tanto amor y sacrificio. Suspiro.
¡Que lindo que es el campo! Cuando llega el camión salimos con las cajas.
Seguís sin cambiar nada, llamaste al camión más triste de toda la ciudad.
Adentro en la cabina estaba súper poblado de muñecos de todas las clases y
tamaños. Los osos de peluche, los animales con camisetas de futbol, y no
faltaban los perros que mueven la cabeza con el rezongo del camión. El
conductor era uno más de ellos, igual que los viejos camioneros que muestran en
las películas. Un muñeco más en la cabina. Moviendo la cabeza con cada pozo.
Con las patillas de los lentes arregladas con cinta, y los dientes para afuera.
También le saco una foto a él y a sus perros de peluche. El traqueteo del
camión me hace acordar a aquellas noches de verano de sexo desenfrenado. Ya sin
vos las noches son tranquilas como un paseo en bici por el parque. Debería
aprender a olvidar. Debería recordar anotarme en algún curso para eso. Debería
volverme digital y formatearme. Subimos las cosas a mi casa. La cruel cercanía
de las pieles conocidas es desesperante. Entre cosa y cosa pediste un vaso de
agua. Te hubiese dado. Dejame terminar, te hubiera dado mucho más que eso. Pero
las cosas han cambiado tanto. Parece que mi tarjeta de memoria no es la misma
que la tuya. Se te ve tan distinta, así que te saco la última foto y te
acompaño hasta la puerta. Cuando te vas yo me quedo. Sentado. Cansado.
Destrozado. Abro alguna caja. Miro las cosas. Ninguna me importa. Ya no son
nada para mí. Lavo los platos y lloro como lloramos los hombres modernos, con
los ojos secos. En lugar de tirarme en la cama a dejar pasar el día, así como
pasan los otros, salgo corriendo. Bajo a la rambla. La llovizna viaja en el
viento. Es lo bueno de nuestra rambla, que siente como nosotros, que sabe ser
una buena compañera. Las olas son grandes y están gritando. Miro a lo lejos.
Trato de no pensar más. Miro por última vez la serie de fotos de la
mudanza. Las miro, con detalle de atrás para delante, y me decido. Veo tus
ojos, tu sonrisa, tu parte de mi que ya no está. Estoy decidido. Apago la
maquina y la lanzo. La lanzo lo más lejos posible. Lo más lejos de mí que puedo.
La cámara vuela lejos de la rambla, haciendo un vuelo perfecto, como una
gaviota más, una gaviota digital de cuatro gigas de memoria que se hunde en el
mar. El mar se la traga y con ella todos los recuerdos.
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